Mi encuentro con dos grandes del humor Colombiano que ya partieron a la presencia de Dios habiendo dejado un legado para el humor en Colombia.
Jaime Garzón y yo.
Eran más o menos las dos de la mañana. Prendí el acostumbrado cigarrillo de esa hora luego de editar la primera parte de Ordóñese De La Risa que salía el fin de semana. Tres bloques de programa, tres cigarrillos metódicamente disfrutados mientras descansaba la vista de esas agotadoras jornadas de edición en Teleset.
El cigarrillo y el tinto, mis compañeros de libretos que fieles me acompañaban en cada jornada de producción de ideas desde que recién casado escribía mis libretos en la oxidada Olivetti que saqué de la basura en Piedecuesta.
El no fumaba, quizá por eso su primer saludo fue una descarga de su brazo en forma de puño sobre mi hombro izquierdo. Me giré para intentar devolver «las atenciones» de quien, con ese golpe, me había hecho regar media taza de mi estimulante café. Al girarme solo vi a ese desparpajado muelón que con su burlona sonrisa me decía confianzudamente: «¡deje de fumar hermano que esa vaina da cáncer!» Sonreí y le perdoné el atrevido saludo que me daba por primera vez. Varias veces más me lo habría de encontrar y en algunas ocasiones le devolví el «afectuoso» saludo. Se estaba volviendo una costumbre darnos la salutación con un sorpresivo golpe.

No me gustaba su humor.
Como me hubiera gustado tener una cámara para retratarnos en esas jornadas de trabajo cuando nos encontrábamos cada uno editando nuestros respectivos programas de humor. Me felicitaba porque, según él Ordóñese estaba rompiendo la fórmula vieja del clásico programa sabatino de Colombia. Yo no devolvía calificativos, pues, debo reconocerlo, no me gustaba su humor (ni sus golpes al saludar). Tardé años para valorar el enorme potencial humorístico y el grandioso aporte que Jaime Garzón a través de sus críticas humorísticas le estaba dejando a este país. Solo tengo esta imagen, él fue invitado por El Noticiero de las siete para presentar las noticias del día de los inocentes y allí está la única imagen de nosotros dos entregando nuestros respectivos trabajos para intentar engrandecer el humor en Colombia. ¡Grande Jaime! y aunque no lo crean ¡Extraño nuestra forma particular de saludarnos!
Montecristo y su legado.
Una noche para recordar toda la vida.
Creo recordar, no sé si esté en un error, el barrio se llama Copacabana. Allí, en un modesto pero bien decorado apartamento nos recibió don Guillermo Zuluaga Montecristo. Yo era un manojo de nervios. Crecí oyéndolo desde que era un niño y ayudaba a mi mamá con sus tejidos en el popular barrio de San Fernando en Bogotá. En mi pequeño radio de pilas Las aventuras de Montecristo fueron mis compañeras de medio día cuando me paraba en la puerta del supermercado Colsubsidio del barrio 7 de agosto a vender mis gelatinas de pata. Recuerdo escuchar los aplausos y risas del público que atiborraba su teatrino radial. Me gustaba imaginarme como si yo fuera ése señor, como si ése fuera mi público y fuera yo la estrella humorística de esa radio.
Ahí entraba yo a su apartamento esperando darle un abrazo, me había convertido en el humorista de moda en el país, la revista Cromos decidió hacer una crónica que finalmente tituló: «José Ordóñez, Guillermo Zuluaga Montecristo, las dos épocas del humor en Colombia». Querían hacer que se encontraran el mejor de ahora con el mejor de siempre.
«Me contó de su encuentro
con Mario Moreno Cantinflas»
Sentado frente a él, mientras su esposa nos preparaba «un clarito» yo titubeaba nervioso las preguntas que me hacía el periodista. Don Guillermo, con la tranquilidad que le daban los tantos años en la comedia solo sonreía al ver al mozalbete santandereano buscar las mejores palabras para acomodar sus ripias respuestas.
Se me fueron los nervios, me adentré como nieto en la cama mientras escuchaba las historias vividas por este abuelo del humor. Me contó de su encuentro con Mario Moreno Cantinflas, de sus presentaciones en Londres en aquellas épocas donde casi ningún artista colombiano «arrimaba» por allí. Del dolor que le supuso salir a hacer un show luego de recibir la fatídica noticia de la muerte de un hijo, de su trasegar por más de cuarenta años haciendo humor en la radio, de como jamás se amoldó a hacer televisión pues le exigían adaptarse a las reglas de los contratos y la pérdida de los derechos comerciales de algunos de sus personajes, ¡grande don Guillermo! ¡si supiera cuanto aprendí de esa charla!.
La noche se nos iba, la cinta de la grabadora del periodista se había acabado así que recurrió a los burdos apuntes que hacía en una libreta. La esposa con adustos gestos nos dejaba saber que don Guillermo tenía que descansar, recién le acababan de operar por aquellos días. Montecristo se levantó como pudo de su silla y con su caminar cansino, arrastrando sus chancletas se fue a la habitación sin mediar palabra. Me pareció que no ha debido ser la manera de terminar aquella velada «periodico-humorística», me despedí de su esposa pero ella me señaló nuevamente la puerta de la habitación, allí estaba parado don Guillermo, con esa sonrisa muecona y desencajada que había hecho reír las últimas generaciones de colombianos.
En sus manos, extendido como un trofeo, un saco negro de esmoquin que extendía hacia mi. No entendí, por lo menos no en un comienzo, pero sus palabras terminaron por regalarme uno de los momentos más bonitos y espectaculares que he vivido en mi carrera profesional: «Este saco me ha acompañado a los mejores shows de mi vida, lo quiero mucho, pero creo que si alguien debe portarlo de ahora en adelante, eres tú muchacho!» Extendió los brazos y puso en mis manos una especie de posta que recibí en medio de las lágrimas que me suscitaba el momento.
Duré mucho despidiéndome, no quería dejar de abrazarlo, en el último de los insistentes abrazos me dio dos palmaditas en la espalda como diciendo «suficiente muchacho».
No tengo esa revista, no sé si algún día pueda tener una copia. Lo cierto es que cada año de carrera que cumplo como comediante me gusta ir al closet a mirar el legado que me entregó el más grande comediante que Colombia ha tenido! ¡Grande Zuluaga! ¡Grande Montecristo!

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